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2014 Transformemos las Facultades de Educación: hacia una formación disruptiva del profesorado



Creo que ya todos pensamos que la educación occidental necesita un cambio. Un cambio profundo que ya nadie cuestiona. Un cambio radical que ponga patas arriba todo lo que se ha considerado necesario hasta el momento. En esto estamos, afortunadamente, todas y todos de acuerdo. La pregunta que nos estamos haciendo ahora, es más bien cómo llevar ese cambio a cabo.

En esta ardua cuestión metodológica, con diferentes ópticas y enfoques, hay una realidad que destaca sobre todas los demás: la #rEDUvolution solo podrá ejecutarse a través de una formación disruptiva del profesorado, una formación contemporánea que aborde los problemas de las prácticas educativas que nos rodean en vez de abordar los problemas de un modelo que definitivamente hoy ya no tiene sentido. Una práctica educativa que en vez de dar recetas, ayude a posicionarse, que en vez de obsesionarse con la evaluación, se obsesione con los afectos, que en vez de perpetuar sistemas jerárquicos verticales, trabaje sobre procesos que posibiliten una democracia participativa, no solo en el aula, sino también fuera de ella. 


Si existe una serie de lugares que perpetúan de forma anacrónica, pero persistente, el modelo obsoleto que pretendemos cambiar, esos lugares son (en España) las Facultades de Educación; esos lugares donde se prepara de forma inicial a aquellas personas que han decidido dedicarse a la docencia como futuro profesional. Ideológicamente muy conservadoras, por su pasado y presente fuertemente vinculado al catolicismo y otras organizaciones religiosas, evidentemente heredadas del franquismo, y que hoy en día están interviniendo en la legislación de forma directa debido a sus alianzas con el poder, uno de los problemas más graves de la educación en nuestro país. Muchas de las Facultades de Educación que conozco operan como verdaderas perpetuadoras de un sistema pedagógico tradicional y absurdo. Quizás es que, como ya he comentado en otros post, la universidad ya no es la institución que está liderando el cambio social sino que son las asociaciones, las instituciones culturales, los colectivos híbridos, los estudios de diseño y arquitectura, en definitiva, las organizaciones que interactúan con la sociedad de una manera real, las que están dando ese paso. Liberadas del corsé academicista, del simulacro de la investigación, del engrose curricular y de la certificación absurda, son las que están liderando la Revolución Educativa a través de esa formación diferente del profesorado que tanto necesitamos. El curso pasado (2013/14), además de coordinar la Escuela de Educación Disruptiva (una apuesta evidente a una formación alternativa), he tenido el placer de ser invitada a tres acciones de formación del profesorado que pueden configurarse como líneas de fuga del mapa que tenemos que estar dispuestos a trazar.


La primera de ellas tuvo lugar en el mes de marzo, en una ciudad tan posmoderna como Zamora. Un evento diseñado por la universidad, pero desde sus márgenes, se identificó más con una reunión de carácter cultural y festivo que con un curso. Mi compañera de Pedagogías Invisibles , Sara Torres, y yo, fuimos invitadas por el profesor/agitador Miguel Elías, para trabajar con sus estudiantes la #rEDUvolution. Este hecho reiteró una vez más los profesores que se sitúan “out of the box”: profesores de artes visuales, danza y música, son los que se sienten más cercanos a esta necesidad de cambio. Sara y yo quedamos impactadas por la auténtica voracidad, la verdadera pasión, con la que los estudiantes de magisterio reciben estas propuestas, porque, no nos engañemos, los estudiantes sí quieren hacer la #rEDUvolution, son las instituciones y, muchas veces, los profesores (y en concreto los profesores de universidad) los que se aferran a las prácticas que dominan, cerrando definitivamente la puerta al cambio.


Miguel y su equipo trabajan a fondo el concepto de Reproducción Pedagógica, acuñado por Bordieu y Passeron en el libro que publicaron con el mismo nombre, y que identifica el principal problema de la lógica de la pedagogía tradicional: cómo las Facultades de Educación se erigen como perpetuadoras de la pedagogía tóxica al no ofrecer a los futuros maestros alternativas metodológicas a la pedagogía tradicional. El primer día que les toca dar clase, estos maestros y maestras, aún estando en total desacuerdo con muchas de las metodologías que han sufrido a lo largo de su vida académica, reproducen el proceso de forma natural, convirtiéndose en piezas de un tablero manejados por otros. Ofrecer a los maestros y maestras una pedagogía de la posibilidad, una pedagogía que rompa con la Reproducción y les invite no solo a visualizar otras metodologías, sino a desarrollar pedagogías propias que cambien con cada grupo de estudiantes y a cada momento, es uno de los retos evidentes que tenemos como formadores de formadores, una realidad que está teniendo lugar en la Facultad de Educación de Zamora…


En abril, Clara Megías y yo, nos fuimos a Menorca, en este caso invitadas por Pep Domínguez y el CEIP de la isla, quienes organizaron dos sesiones #rEDUvolucionarias. Pep y el grupo de profesores con el que trabajamos, se tomaron muy en serio todos los aspectos que consideramos importantes para romper el formato, empezaron por emplazar el curso en una de las salas de psicomotricidad de un centro de educación infantil. Esto nos permitió trabajar el cuerpo al mismo nivel que la mente, espacio que se constituyó como la quintaesencia de lo blando al darnos como única oportunidad el uso de cojines y colchonetas, un lugar que propiciaba lo lúdico en todos los aspectos resquebrajando el falso autoritarismo y academicidad que se supone que la formación del profesorado requiere. 


Además del lugar, la comida constituyó otro de los ingredientes básicos en la rotura de formato: ensaimadas y cocas menorquinas nos invitaron a transformar un encuentro formal en una celebración comunitaria porque compartir los alimentos no es otra cosa más que un acto simbólico de reparto del poder. Y, para terminar, el sistema que elegimos para visualizar los cinco elementos clave de la #rEDUvolution fue la performance, de manera que la recuperación del inconsciente, el abuso de poder, la necesidad de habitar el aula, la transformación del simulacro en experiencia y el repensar la evaluación, fueron procesos simbolizados desde nuestros cuerpos, trabajados en grupo y desarrollados como micro acciones cargadas de sorpresa, creatividad y aprendizaje.


Como último ejemplo de las instituciones que están dando el salto en esta ardua tarea de desarrollar otros sistemas de formación del profesorado, ha sido la FUHEM (una de las organizaciones punteras en cuanto a la ejecución de una pedagogía del cambio en todas sus actividades). En concreto, su director de educación, Víctor Rodríguez, fue quien invitó a Pedagogías Invisibles a co-diseñar el curso De transmisores de contenidos a arquitectos de experiencias, actividad de cinco días que intenta repensar las competencias que debe desarrollar el profesor o la profesora que ejecute el cambio: la competencia de la invisibilidad (y todo lo que tiene que ver con detectar la información implícita en el aula); la competencia política (en este caso especialmente relacionada con la ecología); la competencia sentimental (relacionada con la incorporación de aquellos que no son los alumnos normativos); la competencia creativa y la posibilidad de redescubrirnos no solo como transmisores sino como productores de conocimiento y, por último, la competencia tecnológica desde la perspectiva de la visualización del cambio y la creación de redes.


El primer rol fue abordado por Ana Cebrián, Noemí López y Eva Morales (las tres miembras del colectivo Pedagogías Invisibles) mediante una sesión en la que se hizo especial hincapié en todo aquello que decididamente enseñamos pero... que no queremos enseñar y la dificultad y valentía de aquellas y aquellos que deciden analizarse a sí mismos y a sus prácticas para transformar el currículum de macro en micronarrativa. El segundo día Luis González de FUHEM Ecosocial, trabajó sobre el rol del profesor como agente político. El profesor que entiende sus asignaturas no como temas de estudio sino como marcos de acción social, en su caso con respecto a cómo abordar la ecología como un eje transversal que debe cruzar cada una de las actividades que diseñamos y que debe ser un marco referencial en el currículum.


La tercera sesión corrió a cargo de Lars Bonell, quien hizo algo sumamente difícil: dio la clase con la boca cerrada dando vivo ejemplo de lo importante que es dejar hablar a los demás y el valor que tiene la escucha activa... El cuarto día Jordi Ferreiro abordó el tema del #profesorcomoDJ, como productor cultural, como creador, porque creemos firmemente que la competencia más importante para un educador del siglo XXI es la creatividad y que no solo los artistas son intelectuales, sino que también lo somos los profesores. Jordi llenó la sala de microacciones y juegos demostrando que solo aprendemos cuando además del contenido, cambiamos el formato. La quinta y última sesión corrió a cargo de Clara Boj que demostró que la tecnología puede y debe ser una herramienta viva que sirva para visualizar la redes de afectos no-virtuales que se generan entre profesores y que constituyen verdaderos marcos de acción más allá de las instituciones formales.


Sin cambiar la formación del profesorado de forma drástica y urgente, la Revolución Educativa simplemente nunca llegará. Necesitamos coordinadores valientes que se atrevan a dar el salto, agentes de cambio que como Miguel, Pep o Víctor, decidan NO poner en marcha cursos vacíos que solo persiguen la certificación, sino acciones transformadoras que den tanta importancia al contenido como al formato, empoderen a los futuros profesores, y a los que ya están en activo, para dar el salto o hacer más largo el recorrido de caída: un salto que quizás llegue algún día hasta la universidad. 



2014 Los niños ya no van al campo, van al Alcampo: la comida como excusa para transformar la educación


¿Qué significa ser niña o niño hoy? Esta es la pregunta que nos hicimos en la sexta y última sesión de la #EED de este curso, en una jornada donde la comida fue la excusa para reflexionar sobre los modos de vida, las representaciones mediadas y las realidades que configuran la cultura infantil actual. Un grupo muy concreto de personas que, tras como nos adelantó nuestra primera invitada con una de sus geniales metáforas, ya no van al campo sino al Alcampo, de manera que la naturaleza ha dejado de ser un referente para serlo el centro comercial. Para debatir estos temas, en Comida para aprender, contamos con la participación de Heike Freire, experta en educación centrada en el papel, cada vez más relevante, de la naturaleza en la sociedad postindustrial y Elena Roura, responsable de los programas educativos de la Fundación Alicia (Alimentación+Ciencia), y con el taller Croquetas pedagógicas diseñado en este caso por Clara Megias.


La frase que da título al presente post condensa en sí misma las problemáticas de la infancia posmoderna, una infancia que constituye el 15% de la población en España y que disfruta de unas características recién adquiridas que articulan un estilo de vida muy específico y del que es difícil escapar. Entendiendo la cultura como el conjunto de representaciones que configuran la forma de entender el mundo de una sociedad determinada, McDonald’s se consolida como una fuente representacional muy potente (sobre la que poco puede articular, pongamos por caso, un plato de lentejas), Call of duty aparece como una realidad paralela al juego tradicional (donde el movimiento solo se lleva a cabo en la esfera de lo virtual) y Marina d’Or puede ser el lugar donde mayor contacto desarrolla un niño con la naturaleza (¿) en su entorno de vacaciones.


Partiendo de esta idea de cultura e infancia, en la primera conversación de la mañana reflexionamos sobre la realidad de que los niños y niñas contemporáneos están muy solos debido a la desarticulación de la familia tradicional (cada vez conocen menos a sus abuelos, tíos, primos…, y muy pocos de ellos tienen hermanos), pasan más del 76% de su día sentados o tumbados y sufren una tasa de enclaustramiento espectacular disfrutando más bien poco del tiempo al aire libre. Niñas y niños que han perdido la calle y que, como nos recordaba Heike, han perdido la manada, el ser compartidos con el resto de la tribu, por lo que permanecen mucho tiempo solos en casa con sus padres y madres sin contacto con otros agentes de su entorno. Niños y niñas que pocas veces se mueven en espacios intergeneracionales y donde la construcción del propio ser es enteramente distinta a la construcción del yo de la infancia de hace apenas 25 años.


Partiendo de la idea común de que la tecnología ha de servir para enriquecer la vida y no para empobrecerla, Heike reiteró que se debe combinar con experiencias reales profundas. En un mundo absolutamente tecnológico sería absurdo negar la tecnología pero, y este fue un tema central en la sesión, los niños viven cada vez más en un mundo de representaciones pero no debemos olvidar que dichas representaciones están siempre mediadas, por lo que resulta de suma importancia reflexionar sobre quién y para qué las media. Según Heike, ningún niño menor de doce años debería consumir representaciones tecnológicas más allá del tiempo de sus experiencias en su vida real. A partir de esta edad es otra cosa. Y es que hay tres elementos clave para el desarrollo físico e intelectual de un niño o niña menor de 12 años: los afectos, el movimiento y la comunidad, y es una realidad que la tecnología potencia la existencia de un niño quieto. Los niños contemporáneos  deben interactuar con la tecnología pero SIN PERDER EL CONTACTO DIRECTO CON LA VIDA REAL. Los niños contemporáneos puede que vayan al Alcampo, pero, por definición, deben ir al campo también y mucho… La tecnología ha de servir para enriquecer, pero nunca suplantar la realidad, el juego, el movimiento, el afecto directo con otras personas o el contacto con la naturaleza.


De la vida fuera de la escuela pasamos a analizar lo que pasa en un entorno en el que niños y niñas pasan ocho horas al día de lunes a viernes, nueve meses al año, y de cómo las escuelas deben ser transformadas en lugares para la vida, lugares donde desaparezca el stress (y aquí conectamos con la slow education) porque resulta común decir que un niño estresado no aprende. Si, tal como dijo Heike (y lo suscribo totalmente) somos sujetos de placer, hay que recuperar el placer también en la escuela, y en este sentido la comida cumple un rol fundamental, especialmente en los contextos educativos donde la tónica y los recuerdos de muchos conectan precisamente con lo contrario al placer. En este punto es donde Heike desarrolló los temas que domina en relación con la temática de la comida proponiendo varias alianzas, siendo su primera propuesta utilizar la comida para moverse ya que, al contrario de lo que muchos profesionales de la educación sostienen, se aprende mejor cuando nos movemos que cuando nos quedamos quietos y la comida en el aula puede ser una herramienta que provoca movimiento.


Esta propuesta conectó con la siguiente, la comida como herramienta para crear comunidad, una de las funciones que sostengo como más importantes de la comida en el contexto de una educación disruptiva. Cuando introduces la comida en el aula transformas la clase en una celebración en la que compartir fomenta el conocer, se produce el relax y la conexión, aparecen los afectos y se crea vínculo. En el proyecto ESTO NO ES UNA CLASE, el simple hecho de desayunar juntos cada mañana transformaba por completo el proceso de aprendizaje al entender la comida como juego, como elemento de gamificación y ya sabemos por otras sesiones que la generación de dopamina es la antesala del aprendizaje….


Tercera propuesta, la comida puede utilizarse también como herramienta para trabajar el poder, sobre todo para empoderar a los estudiantes como participantes cuando les dejamos cocinar, ese extraño proceso que parece que solo puede ser realizado por un adulto. Cuando empoderamos a los niños como productores culturales y les dejamos tanto cultivar como cocinar (en el caso de dejarles cultivar, cumplen un rol fundamental los huertos escolares que además son una herramienta clave para entender el concepto de proceso a largo plazo), estamos siendo profundamente disruptivos y estamos dejando de lado lugares comunes, al mismo tiempo que no dejamos usar a los niños y niñas cuchillos o encender un fuego para trabajar los beneficios de lo que espontáneamente llamamos pedagogía del riesgo, un riesgo que impide que puedan entrar en las cocinas de las escuelas, algo que todavía no he entendido muy bien por qué sucede. La comida se transforma entonces en una herramienta para la sorpresa y la responsabilidad.Heike también propuso la comida como herramienta para la transdisciplinaridad, para potenciar la creatividad, para entenderse (identidad y cultura local), para conectar con la realidad, con lo táctil, con aquellos sentidos que las pantallas no tienen, terminando su discurso dejando caer la idea de la comida para maravillarte, como elemento espiritual.


En la segunda conversación tuvimos el placer de compartir con Elena Roura, responsable de los Programas Educativos de la Fundación Alicia, un centro de investigación ubicado en Sant Fruitós de Bages (Barcelona) cuya meta no es únicamente investigar sobre la nutrición en sí, sino sobre cómo se cocinan los alimentos y, sobre todo, cómo los comemos. La Fundación Alicia nos invita a preguntarnos ¿cómo podemos tener tanta información sobre la comida y comer tan mal al mismo tiempo? Para intentar contestarla se rodean de antropólogos, historiadores y artistas que reflexionan junto a cocineros y endocrinos sobre temas como el enorme problema del desperdicio alimentario, la instalación de cocinas pedagógicas, las fobias relacionadas con los alimentos teniendo como principal objetivo la transformación social.


Como no podía ser de otra manera, a la Fundación Alicia le interesa mucho la educación, en concreto la relacionada con el tema de la obesidad, que en nuestro país está llegando al 28% de niños y niñas entre los 2 y los 17 años en una sociedad que, conectando con lo que nos decía Heike, es sedentaria en un 42% de los casos. Por estas razones, la Fundación Alicia ha desarrollado una pirámide de trabajo dividida en cuatro temas:

Qué comemos
Cómo lo cocinamos
Cómo lo comemos
La importancia del movimiento

Dentro de esta pirámide, el tema más importante a mi juicio es cómo comemos lo que comemos ya que la idea de celebración y de vínculo cultural que se crea a través de la comida es fundamental y cómo a través de estas comidas grupales, y muchas veces intergeneracionales, se crean modelos identitarios y de poder que pueden ser más o menos democráticos. Elena nos comentó cómo para trabajar esta pirámide en las escuelas han desarrollado el programa TAS (Tú y Alicia por la Salud) específico para comunidades que trabajan en la educación secundaria, que nace a partir de la idea de que si los adolescentes se implican en el diseño de soluciones para comer mejor desde la escuela, les será más fácil interiorizarlas y llevarlas a cabo en su vida adulta y serán un modelo a seguir para el resto de compañeros y para los más pequeños. Es por lo tanto un proyecto intergeneracional de mentorización alimenticia que se basa en un concepto muy interesante como el que la mayoría de nosotros somos kitchen orphans, (que se podría traducir literalmente como huérfanos de cocina y si lo hacemos de una manera más literaria, podría ser algo así como “ignorantes culinarios”), término que nace de la realidad social de que la mayoría de la población no sabe cocinar porque cada vez se cocina menos en los hogares y hemos perdido por lo tanto el referente de hacerlo. Para solucionar este problema de imaginario, la escuela debería incorporar como contenido básico competencias relacionadas con la cocina de manera que los “ignorantes culinarios” sean capaces de aprender a cocinar desde un ámbito que no sea el doméstico. 

Me parece muy disruptiva y a la vez muy de sentido común esta idea: si algo tan importante como alimentarte y cocinar ya no se aprende en casa, la escuela ha de coger el testigo y afianzar estos aprendizajes. Desde mi punto de vista (y sospecho que muchos de los que estábamos presentes en la sesión pensamos lo mismo) en el siglo XXI quizá sea más importante aprender a cocinar que aprenderse la lista de los Reyes Godos por lo que, una vez más, tal como hicimos con la fotografía, el humor o los teléfonos móviles, desde la #EED reivindicamos la idea de que otro tipo de currículum es necesario.


Por último, en el taller Croquetas Pedagógicas pusimos en práctica todo lo aprendido en las conversaciones de la mañana, de manera que Clara Megías apareció con una bandeja llena de sugerencias que consiguieron que se compartiesen comida y conocimiento con microacciones que tuvieron que realizar los participantes (entre ellos podíamos encontrar mensajes del tipo “Busca a alguien mayor que tú y pregúntale cuál es la especialidad culinaria de su familia” o “Busca a alguien más joven que tú y pregúntale si sabe cuáles son las frutas y verdura de temporada”).


La comida como excusa para repensar la educación es, como todos los temas que hemos tratado, un motivo para romper con el pasado, para romper con un modelo que NO nos representa. Necesitamos vincular la educación con el placer, con la celebración, con el movimiento, con la tecnología, con la realidad y a la vez con la manada y el riesgo, debemos dejar que niños y niñas jueguen con fuego, se reconozcan como productores de comida y no solo como consumidores,  que se relajen los tiempos y se cultive en los centros educativos, entre otras cosas para que aprendamos la importancia que tiene darle tiempo al proceso. Necesitamos aprender a cocinar, y si en casa es imposible, pues aprendamos en la escuela y, sobre todas estas cosas, necesitamos ser felices, lo que es mucho más probable que suceda en el campo que en "Alcampo".


¡¡¡Buen provecho!!!

2014 Dopamina, empoderamiento y responsabilidad: sin cambiar la evaluación no cambiaremos la educación


“Si cuando evaluamos es imposible ser objetivos, por lo menos seamos honestos”
Clara Megias

Clara tiene siempre un sueño recurrente, un sueño en el que parece que va a morir y lo único que le preocupa es que no llega al examen que tenía programado. Es tal el nivel de autoexigencia que ha desarrollado desde niña con relación a los exámenes, que en sus peores pesadillas se repite esta angustiosa y terrorífica sensación de tener que llegar a una prueba en la que todos más o menos repetimos el ritual emblemático de la educación bulímica: atracón de datos, vómito y olvido sazonado con grandes dosis de ansiedad, miedo y desazón.


Uno de los problemas centrales de la actual crisis en la que vive lo pedagógico es sin lugar a dudas la problemática de la evaluación, un proceso que se ha vuelto el centro de la educación, lo que desbarata la posibilidad de que alguien aprenda. Tal como expongo en el capítulo cinco de #rEDUvolution, tenemos que aceptar el fracaso de la evaluación como un proceso efectivo: si funcionase no tendríamos los resultados que tenemos en las instituciones formales. Esta es otra razón por la que resulta imprescindible reflexionar sobre cómo, por qué y para qué evaluamos, teniendo en cuenta que lo que entendemos por evaluar, y su principal herramienta, calificar, consisten en representar numéricamente lo que consideramos que ha aprendido un estudiante con el objetivo de legitimar su paso de un nivel a otro. Es una tarea específica de la educación reglada, la cual necesita un apoyo legal para justificar quiénes avanzan y quiénes no. Es decir, la evaluación es una prolongación de los sistemas de legitimación del Estado en la educación: su existencia realmente no tiene que ver con el aprendizaje, tiene que ver con la validación de saberes, con mecanismos artificiales que la sociedad occidental requiere para establecer comparaciones y organizar las clases sociales sirviéndose para ello de la escuela, la universidad y otras instituciones.


Ante esta realidad, ¿qué podemos hacer? La evaluación no debe ser un arma, sino una ayuda, debe ser una herramienta para que el aprendizaje suceda en vez de ser precisamente su freno. Pero, debido a que soy realista y sé que es imposible abolirla, mi propuesta de cambio parte de tres propuestas: la idea de descentrarla (que es exactamente lo que ocurre en los actos educativos no formales donde el aprendizaje sucede sin la obsesión por los resultados cuantitativos); transformarla en investigación y utilizar métodos cualitativos para ejercerla desde la práctica y, por último, aceptar que el paradigma numérico positivista no es más que uno de los sistemas de representación posibles y empezar a crear otras formas de representación del aprendizaje.


Por todas estas razones, en la quinta sesión de la Escuela de Educación Disruptiva que tuvo lugar el pasado 24 de mayo, nos preguntamos, tal como hacen numerosos profesionales preocupados por el cambio de paradigma, si la evaluación mata la educación. Y para ello invitamos a tres agentes que trabajan alrededor de este tema como Sebastián Barajas autor del libro Aprender es hacer o cómo adaptar el sistema educativo al siglo XXI, Carlos González Tardón profesor de la U-TAD y experto en evaluación gamificada y Lucía Sánchez Madrid, profesora de Educación Plástica y Visual en la Educación Secundaria Obligatoria, quien ha desarrollado un sistema de evaluación completamente disruptivo.



La sesión comenzó con la presentación del tema por mi parte y por parte de Clara Megías (sí, la misma Clara que no podía llegar al examen) de los dispositivos de gamificación de la sesión, diseñados entre Carlos y ella, que consistían en unas brochetas de papel rojo o verde y unas galletas de la suerte. Estos materiales forman parte de la metodología de trabajo de la #EED y funcionan como detonantes que, insertados dentro de la dinámica global, rompen el formato y estimulan la participación.



Fue entonces cuando dio comienzo la primera conversación de la jornada centrada en cuestionarnos la validez de los exámenes y en la propuesta de Sebastián como alternativa a los mismos: la Educación basada en Escenarios de Aprendizaje. Cuando le pregunté a Sebastián si consideraba que la evaluación mata la educación, lo tuvo clarísimo, contestó que sí, y puso dos ejemplos imbatibles para demostrar la ineficacia de los exámenes: ¿seríamos capaces los conductores de la sala de aprobar en este mismo momento el examen que hicimos en su día para sacarnos el carnet? ¿Aprobarían los exámenes puestos por sus compañeros el resto de los profesores de cualquier claustro? Comparto completamente con Sebastián la idea de que los exámenes no sirven para nada o, incluso aún peor, sirven para ejercer ese tipo de pedagogía que intentamos cambiar, ese modelo obsoleto que solo persigue el control, la anticreación de conocimiento y la sumisión intelectual. Como alternativa a la evaluación tradicional, al igual que Roger Schank, propone la Educación basada en Escenarios de Aprendizaje, un sistema de aprendizaje donde se valida el aprender haciendo, incluso en los procesos de evaluación.


Tras la conversación con Sebastián llegó la conversación con Carlos, quien comenzó haciéndonos saltar para demostrar la potencia electrizante del juego, la eficacia de lo disruptivo. Lo primero que le pregunté fue qué significaba el término gamificación a lo que respondió que consiste en obtener la estructura de los videojuegos e insertarla en ámbitos no lúdicos y desde allí vinculamos la gamificación con la evaluación, es decir, trasladamos las dinámicas de juego al espinoso tema que nos ocupa lo que se puede denominar como evaluación gamificada. El discurso de Carlos se basó en tres ideas clave, dopamina, empoderamiento y responsabilidad, esto es, para conseguir que la evaluación realmente conduzca al aprendizaje lo primero (y con esto volvemos a conectar con Francisco Mora y la Neuroeducación), necesitamos cargar el proceso de emoción, electrificarlo. 


Necesitamos que, en vez de ansiedad y pesadillas, la evaluación sea entendida como un reto con los niveles de segregación de dopamina que los retos conllevan, es decir, necesitamos reconectar la evaluación con el placer. En segundo lugar, los procesos evaluativos tienen que empoderar al estudiante, teniendo en cuenta que por empoderamiento Carlos sobre todo entiende participación. Ya sabemos que el aburrimiento es el mayor enemigo del aprendizaje y los estudiantes se aburren en nuestras clases porque no les dejamos participar, por lo tanto debemos de incluir mecanismos de participación en la evaluación a partir de los cuales los estudiantes entiendan esta parte del proceso de aprendizaje como una construcción más, en vez de como un proceso completamente ajeno, cerrado, doloroso y absurdo. Y, para terminar, la evaluación ha de estimular la responsabilidad


Esta idea resulta clave porque en mi experiencia como estudiante siempre he pensado que mis notas poco o nada tenían que ver con mi participación en el proceso, sino que tenían que ver más bien con la suerte que me tocara. Por esta razón, la evaluación del siglo XXI debe de estimular la responsabilidad evidenciando que el aprendizaje es un proceso en el que lo que ocurre es la consecuencia directa de lo que hemos hecho con anterioridad como creadores de conocimiento en vez de un proceso mágico donde todo depende del estado de ánimo del profesor cuando corrige. Carlos ilustró estas tres ideas con su propia práctica docente, completamente cuantitativa, que gamifica a tope y que consigue que sus alumnos salgan del simulacro, aprendan de verdad y encima lleguen superpuntuales a clase.


Para llevar a la práctica las nociones tratadas en las conversaciones de la mañana, después de la comida, tuvo lugar el Taller de Evaluación Creativa diseñado por Lucía Sánchez quien, tras explicarnos el trabajo que está realizando en su práctica docente como profesora de la ESO (que se configura a su vez como el tema principal de su tesis doctoral) y entre otras muchas cosas interesantes (que se pueden disfrutar en los vídeos de la sesión), hizo hincapié en una idea central: la imposibilidad de que cualquier proceso evaluativo sea objetivo. Desde el momento en el que una persona juzga un producto realizado por otra, el inconsciente se vuelve a colar y lo que alguien representaría con un ocho, otro alguien representaría con un cero, siendo las pedagogías invisibles las que en muchos casos nos hacen subir la nota a los estudiantes que nos gustan y bajársela a quienes nos molestan. Debemos poner encima de la mesa esta realidad y empezar a ser honestos.


En el pasillo donde se realizan los talleres nos esperaban seis cajas, seis cajas cerradas que disparaban nuestra expectativa sobre lo que había dentro, ejercían la sorpresa y hacían crecer nuestros niveles de dopamina. Nos dividimos en seis grupos para abrirlas: una de ellas contenía piezas de fieltro, la segunda fichas para hacer un puzle, la tercera pajas de colores, y agua y jabón para hacer pompas, la cuarta marcos de colores y rotuladores, la quinta una libreta de papel y la última, lanas y otros tejidos. Mediante todos esos materiales, los participantes representamos lo que habíamos aprendido en las conversaciones de la mañana sin números y sin letras, dando fe de que no solo se puede representar el aprendizaje de miles de maneras diferentes y a través de muchos lenguajes, sino que los sistemas de representación cualitativos son mucho más complejos y, por lo tanto, mucho más veraces que los sistemas de representación numérica positivista.


Si queremos ejercer el cambio y abandonar un sistema obsoleto que no nos representa, no podemos cambiar el resto de nuestras prácticas sin cambiar también la evaluación. Descentrarla, transformarla mediante diferentes formatos y conseguir empoderar a la comunidad de aprendizaje a través de ella, en vez de ejercer el miedo y el control, es definitivamente uno de los retos que tenemos como profesoras y profesores del siglo XXI. Cambiar los sistemas de evaluación no solo es necesario, sino que es posible. Adelante, podemos.